Evangelio según San Mateo 4,12-23.
Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea.
Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí,
para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías:
¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El
pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que
vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz.
A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: "Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca".
Mientras
caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a
Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al
mar porque eran pescadores.
Entonces les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres".
Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron.
Continuando
su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a
su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre,
arreglando las redes; y Jesús los llamó.
Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron.
Jesús
recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la
Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias de
la gente.
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¿Qué sentiríamos si fuéramos llamados por el presidente para tener una cita privada con él en su casa? Seguramente estaríamos muy agradecidos y emocionados por saber que tan alta dignidad ha pensado particularmente en nosotros y nos ha llamado por nuestro nombre. Seguramente todos nuestros amigos se enterarían de nuestra alegría y estaríamos en boca de muchos.
Ahora bien, ¿qué sentiríamos si fuéramos llamados, no por el presidente, sino por el mismísimo Dios para que fuéramos a su casa? Seguramente nada... porque todos los días lo hace. ¿O no?
El amor de Dios está en todas partes, latente, vivo, constante. El amor es tan obvio que podría compararlo a los peces que viven en el agua. El problema es que es tan grande y constante que seguramente los peces del mar nunca sabrán qué es el agua, porque se han acostumbrado a ella. Sin embargo, no por no ser concientes del agua que los rodea el agua deja de ser agua o deja de mojar.
Así mismo es el amor de Dios, tan grande y evidente que corremos el terrible riesgo de olvidarlo o ignorarlo, mas no por eso deja de ser amor y deja de existir. No somos nosotros los que le damos la existencia al amor de Dios, sino el amor de Dios el que nos da la existencia a nostros, aunque no lo sintamos o no lo determinemos.
Es por eso que puedo decir sin miedo a equivocarme: Dios nos ama y nos llama. Dios nos llama porque nos ama. Dios nos da la vida porque su amor nos sostiene.
Todo por la Inmaculada, nada sin Ella.
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