Jesús dijo a sus discípulos:
Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.
Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;
así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?
Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?
Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.
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El Señor no nos manda a ser buenos sino a ser perfectos. La perfección consiste en ser aquello que Dios quiere para cada uno de nosotros, y de la misma manera que un cirio es perfecto cuando se consume, así nosotros somos perfectos cuando nos entregamos a Dios en Dio y en los demás.
La santidad no se trata de no pecar; no se trata de penitencias; no se trata de ayunos; no se trata de letras; no se trata de palabras; no se trata de ser cura o monja; no se trata de tener o no tener; no se trata de hablar o callar. La santidad se trata de una sola cosa: vivir a Jesús, como Jesús, en Jesús, por Jesús. La santidad es amar hasta que duela; salir de nosotros mismos para darnos a los demás.
¿Qué quiero, mi Jesús?...Quiero quererte,
quiero cuanto hay en mí del todo darte
sin tener más placer que el agradarte,
sin tener más temor que el ofenderte.
Quiero olvidarlo todo y conocerte,
quiero dejarlo todo por buscarte,
quiero perderlo todo por hallarte,
quiero ignorarlo todo por saberte.
Quiero, amable JESUS, abismarme
en ese dulce avismo de tu herida,
y en sus divinas llamas abrasarme.
Quiero, por fin, en Tí transfigurarme,
morir a mí, para vivir tu vida,
perderme en Tí, JESUS, y no encontrarme.
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