26 abril, 2014

El diálogo entre la Magdalena y Jesús sobre la castidad

Evangelio según San Marcos 16,9-15.
Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios.
Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban.
Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron.
Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado.
Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron.
En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado.
Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación."
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Me fascina el hecho de saber que la Magdalena fue, junto con las mujeres, la primera en ver a Jesús resucitado. Siendo una simple mujer, desacreditada por su vida pasada, tuvo la dicha de ver al Señor antes que los demás.
¿Por qué habrá sido así? ¿Será por su inmensa gratitud al Señor por perdonarla y no condenarla?
Me imagino este diálogo ficticio entre la Magdalena y Jesús resucitado:

—Señor, ¿por qué te veo yo primero que los demás? —dijo la Magdalena al Señor.
—Porque los puros verán a Dios —respondió Jesús—. La pureza abre los ojos del alma y la vuelve sensible a las cosas divinas.
—Pero, ¡hace mucho tiempo que perdí la pureza! Tú mismo sabes por qué me iban a apedrear ese día en el que me llevaron ante ti —replicó la Magdalena mirando con sus ojos aguados a Jesús mientras sus manos se apoyaban sobre su propio pecho como si quisiera guardar en su corazón las palabras que estaba diciendo.
—¡Almita mía! —respondió Jesús con una voz dulcísima—. La pureza es una disposición del corazón y no una cuestión sólo corporal. Los que me aman y quieren serme fieles por la castidad son más puros que los que son castos por falta de oportunidad. No importa cuánto haya pecado alguien con su cuerpo, mi misericordia siempre va a ser más grande que su iniquidad y mi gracia más valiosa que su culpa.

Mientras decía estas palabras, Jesús se había inclinado sobre la Magdalena que ahora yacía aferrada a sus pies hecha un mar de lágrimas,  y con sus manos llagadas acariciaba sus cabellos negrísimos. Levantó con su mano izquierda el mentón de María como para contemplar su pálido y hermoso rostro y extendió su mano derecha como para levantarla al igual que aquel día glorioso en el que la perdonó delante de todos los fariseos que deseaban apedrearla. El sol golpeó los ojos de la Magdalena haciéndolos resplandecer como dos diamantes inmensos y hermosísimos y las lágrimas que aún corrían por sus mejillas parecieron cometas brillantes que dejaban su estela en la oscuridad del firmamento.

Una vez más, Jesús con su presencia gloriosa como la de el más hermoso y fuerte de los reyes que la tierra haya podido contemplar dijo con voz segura y solemne mientras dibujaba una maravillosa sonrisa en su rostro:

—Levántate una vez más amada mía, porque has sido digna de ser la primera en ver al Hijo de Dios resucitado por la pureza que emana tu alma —y añadió–: ¡Los puros son dignos de verme! porque los puros son como niños, y de los niños es el Reino de los Cielos.

Y de un momento a otro, mientras la Magdalena cerraba sus enormes ojos empapados como para guardar esas palabras en su corazón, se encontró una vez más sola pero completamente impregnada de una fragancia más especial que la que había usado para embalsamar el cuerpo de Jesús...

¡Todo por la Inmaculada, nada sin Ella!

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