Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión, rogándole":
"Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente".
Jesús le dijo: "Yo mismo iré a curarlo".
Pero el centurión respondió: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.
Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: 'Ve', él va, y a otro: 'Ven', él viene; y cuando digo a mi sirviente: 'Tienes que hacer esto', él lo hace".
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: "Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe.
Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos.
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Jesús vio en aquel hombre una fe como nadie en Israel la tenía. El centurión estaba seguro de que su siervo sería curado por el Señor, aun sin ser creyente judío.
Más interesante en este evangelio es el hecho de que el centurión no pidió con fe para una curación personal sino de otro, que ni siquiera era de su familia. Es muy fácil pedir con fe por uno mismo, porque uno mismo se ama y quiere lo mejor, pero en este caso la curación no era para el mismo que pedía sino para otro.
Creo que más que la fe del centurión del evangelio de hoy se debería rescatar el amor con el que este sujeto amaba a su criado, porque si no fuera así, entonces no habría hecho lo que hizo ni dicho lo que dijo, ni, mucho menos, pedido lo que pidió.
Todo por la Inmaculada, nada sin Ella.
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