Jesús entonces les dirigió estas parábolas: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y construyó una casa para el celador. La alquiló después a unos trabajadores y se marchó al extranjero.
A su debido tiempo envió a un sirviente para pedir a los viñadores la parte de los frutos que le correspondían.
Pero ellos lo tomaron, lo apalearon y lo despacharon con las manos vacías.
Envió de nuevo a otro servidor, y a éste lo hirieron en la cabeza y lo insultaron.
Mandó a un tercero, y a éste lo mataron. Y envió a muchos otros, pero a unos los hirieron y a otros los mataron.
Todavía le quedaba uno: ése era su hijo muy querido. Lo mandó por último, pensando: «A mi hijo lo respetarán.»
Pero los viñadores se dijeron entre sí: «Este es el heredero, la viña será para él; matémosle y así nos quedaremos con la propiedad.»
Tomaron al hijo, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña.
Ahora bien, ¿qué va a hacer el dueño de la viña? Vendrá, matará a esos trabajadores y entregará la viña a otros.»
Y Jesús añadió: «¿No han leído el pasaje de la Escritura que dice: La piedra que rechazaron los constructores ha llegado a ser la piedra principal del edificio.
Esta es la obra del Señor, y nos dejó maravillados?»
Los jefes querían apresar a Jesús, pero tuvieron miedo al pueblo; habían entendido muy bien que la parábola se refería a ellos. Lo dejaron allí y se fueron.
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La historia que el evangelio de hoy nos presenta nos es otra cosa que la historia de nuestra vida. Cuando caemos en el pecado precisamente hacemos lo mismo que los viñadores asesinos. El pecado mortal es aquel que nos arranca de la comunión con Dios y destruye la gracia santificante. El pecado mortal expulsa a Dios de nuestra alma y nos abre a la maldad. En el momento en que pecamos nos convertimos en enemigos de Dios por nuestra elección libre de no amarle y de no permitirle que inhabite en nosotros.
Pero a diferencia del evangelio de hoy, nosotros con el pecado mortal no expulsamos a Dios de manera definitiva sino hasta que tomemos la determinación de reconciliarnos con Él. Cuando nos arrepentimos y confesamos nuestros pecados según la voluntad de Dios, entonces volvemos a aceptar a Dios en nuestro corazón y la Santísima Trinidad vuelve a inhabitar en nosotros.
Este es un misterio maravilloso de la misericordia de Dios en el cual siempre seremos perdonados de nuestros pecados por el amor infinito de Dios siempre y cuando queramos acogernos a su perdón y estemos arrepentidos.
Todo por la Inmaculada, nada sin Ella.
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