Era invierno y en Jerusalén se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo.
Jesús se paseaba en el Templo, por el pórtico de Salomón, cuando los judíos lo rodearon y le dijeron: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo claramente.»
Jesús les respondió: «Ya se lo he dicho, pero ustedes no creen. Las obras que hago en el nombre de mi Padre manifiestan quién soy yo, pero ustedes no creen porque no son ovejas mías.
Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen, y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano.
Aquello que el Padre me ha dado lo superará todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre.
Yo y el Padre somos una sola cosa.»
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Nosotros no somos lo que decimos sino lo que hacemos, aunque a veces hablamos como vivimos y otras veces vivimos como hablamos.
Es muy fácil decir que somos católicos, que vamos a Misa y que nos confesamos una vez al año, pero de ahí a ser auténticos católicos hay mucho trecho.
Muchas veces vivimos como paganos bautizados y creemos que tenemos el cielo asegurado. Pero de ahí a poder entrar al cielo hay mucho trecho.
A alguien se le cree no por lo que dice sino por lo que hace. Porque en lo que hace manifiesta lo que cree. Las palabras que salen de nuestra boca son perfectamente moldeables a los intereses, mas las acciones nuestras no son fáciles de moldear. Generalmente hablamos más con el cuerpo que con la boca, aunque la boca casi nunca para de hablar. Hay que darle más crédito a nuestra manera de vivir que a nuestra manera de hablar. Porque hablar bien lo hace cualquiera, pero vivir bien es cosa de santos.
Todo por la Inmaculada, nada sin Ella.
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