Evangelio según San Marcos 6,1-6.
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos.
Cuando
llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo
escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué
sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se
realizan por sus manos?
¿No es acaso el carpintero, el hijo de
María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus
hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un
motivo de tropiezo.
Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa".
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
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Si el mismo Jesús no fue recibido con fe en su propio pueblo, cuánto más pasará con nosotros... y no me refiero a ser grandes predicadores en nuestra propia casa, sino a la lucha interna que tenemos nosotros mismos en la cual no vivimos lo que predicamos o predicamos lo que no vivimos.
No vivimos lo que predicamos. Muchas veces somos como profetas para los demás pero no para nosotros mismos, bien sea porque no creemos lo que decimos o porque lo que decimos no lo queremos vivir.
Predicamos lo que no vivimos. ¿Cuántas veces alardeamos de nuestras propias capacidades sin ser verdad? ¿cuántas veces agrandamos nuestros triunfos? ¿cuántas veces disimulamos nuestros propios defectos? Es muy fácil predicar lo que no somos o lo que no vivimos.
En definitiva, no somos profetas en nuestra propia tierra porque en nosotros mismos no somos capaces de lograr el milagro de la conversión personal. Sin embargo esto no es para desanimarse, sino para conocernos más y luchar mejor.
Todo por la Inmaculada, nada sin Ella.
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