En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar.
Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra.
Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo. Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero él les habló enseguida y les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman".
Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó. Así llegaron al colmo de su estupor, porque no habían comprendido el milagro de los panes y su mente estaba enceguecida.
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Ante los milagros de Dios a veces es más fácil quedar aturdidos que asimilarlos. ¿A qué me refiero? a que muchas veces es más práctico no entender las cosas que entenderlas, o también es más fácil hacerse el desentendido que asumir las consecuencias. Por ejemplo, es más cómodo atribuir una sanación milagrosa a la ciencia que al mismo Dios, porque la ciencia no nos exige cambiar de vida. Así mismo, a veces es más fácil llenarse de estupor, como los apóstoles, y no asimilar los milagros de Dios.
Pero la orilla contraria también es igualmente peligrosa, la de atribuirle todo a una acción milagrosa de Dios, desconociendo la verdad de las cosas y las responsabilidades propias. Con esto no quiero decir que Dios no sea omnipotente o que rija nuestras vidas con su voluntad, sino que en ocasiones es muy sencillo atribuirle todo a Dios, especialmente lo malo y por medio de esta actitud excesiva restarle responsabilidad a nuestras acciones.
Todo por la Inmaculada, nada sin Ella.
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