10 enero, 2013

La efusión del Espíritu Santo sobre toda carne

Evangelio según San Lucas 4,14-22a.
Jesús volvió a Galilea con del poder el Espíritu y su fama se extendió en toda la región.
Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.
Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura.
Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.
Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él.
Entonces comenzó a decirles: "Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír".
Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: "¿No es este el hijo de José?".
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A propósito del evangelio de hoy trascribo la lectura del Oficio Divino del día de hoy:

Del Comentario de san Cirilo de Alejandría, obispo, sobre el evangelio de san Juan
(Libro 5, cap. 2: PG 73, 751-754)

LA EFUSIÓN DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE TODA CARNE

El Hacedor del universo determinó instaurar con admirable perfección todas las cosas en Cristo y restituir la naturaleza humana a su estado primitivo; para este fin prometió darle en abundancia, junto con los demás bienes, el Espíritu Santo, condición necesaria para reintegrarla a una pacífica y estable posesión de sus bienes.

Así pues, habiendo establecido el tiempo en que había de bajar sobre nosotros el Espíritu Santo, esto es, en el tiempo de la venida de Cristo, lo prometió diciendo: En aquellos días -a saber, en los del Salvador-, derramaré mi Espíritu sobré toda carne.

Por consiguiente, cuando llegó el tiempo de tan gran munificencia y liberalidad -y puso a nuestra disposición en el mundo al Unigénito hecho carne, es decir, a aquel hombre nacido de mujer de que hablan las Escrituras-, nuestro Dios y Padre nos dio también el Espíritu, y Cristo fue el primero en recibirlo, como primicias de la naturaleza restaurada. Así lo atestigua Juan Bautista con aquellas palabras: Vi al Espíritu Santo bajar del cielo y posarse sobre él.

Se afirma de Cristo que recibió el Espíritu en cuanto que se hizo hombre y en cuanto que convenía que lo recibiera el hombre; y, del mismo modo -aunque es Hijo de Dios Padre, engendrado de su misma substancia ya antes de la encarnación, más aún, desde toda la eternidad-, no pone objeción al escuchar a Dios Padre que proclama, después que se ha hecho hombre: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy.

De aquel que era Dios, engendrado por el Padre desde toda la eternidad, dice que lo ha engendrado hoy, para significar que en su persona hemos sido adoptados como hijos, ya que toda la naturaleza está incluida en la persona de Cristo, en cuanto que es hombre; en el mismo sentido se afirma que el Padre comunica al Hijo su propio Espíritu, ya que en Cristo alcanzamos nosotros la participación del Espíritu. Precisamente por esto se hizo hijo de Abraham, como está escrito, y fue semejante en todo a sus hermanos.

Por lo tanto, el Unigénito recibe el Espíritu Santo no para sí mismo, ya que él lo posee como algo propio y en él y por él se comunica a los demás, como ya dijimos antes, sino que lo recibe en cuanto que, al hacerse hombre, recapitula en sí toda la naturaleza para restaurarla, y restituirle su integridad primera. Es fácil, pues, de comprender, por lógica natural y por el testimonio de la Escritura, que Cristo recibió en su persona el Espíritu, no para sí mismo, sino más bien para nosotros, ya que por él nos vienen también todos los demás bienes.

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