18 julio, 2014

¿Amor al prójimo o qué?

Evangelio según San Mateo 12,1-8.
Jesús atravesaba unos sembrados y era un día sábado. Como sus discípulos sintieron hambre, comenzaron a arrancar y a comer las espigas.
Al ver esto, los fariseos le dijeron: "Mira que tus discípulos hacen lo que no está permitido en sábado".
Pero él les respondió: "¿No han leído lo que hizo David, cuando él y sus compañeros tuvieron hambre,
cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la ofrenda, que no les estaba permitido comer ni a él ni a sus compañeros, sino solamente a los sacerdotes?
¿Y no han leído también en la Ley, que los sacerdotes, en el Templo, violan el descanso del sábado, sin incurrir en falta?
Ahora bien, yo les digo que aquí hay alguien más grande que el Templo.
Si hubieran comprendido lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios, no condenarían a los inocentes.
Porque el Hijo del hombre es dueño del sábado".
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¿Qué es lo que verdaderamente importa en la vida? ¿Qué es lo que realmente nos acerca a Dios?
Somos muy buenos para empeñarnos en lo que no es importante y para dejar de hacer lo que verdaderamente importa. Somos excelentes para cumplir una serie de preceptos morales y religiosos y olvidar lo fundamental de la fe. Somos perfectos para ayunar sin espíritu, hablar de Dios sin fe, cumplir el mandamiento de no matar y a la vez acabar por medio del chisme con el hermano. Somos demasiado buenos para guardar el mandamiento de no robar y a la vez arrancar la buena fama de los demás con nuestras palabras. Dice San Francisco de Sales al respecto:

Aurelio pintaba el rostro de todas las imágenes que hacía según el aire y el aspecto de las mujeres que amaba, y cada uno pinta la devoción según su pasión y fantasía. El que es aficionado al ayuno se tendrá por muy devoto si puede ayunar, aunque su corazón esté lleno de rencor, y -mientras no se atreverá, por sobriedad, a mojar su lengua en el vino y ni siquiera en el agua-, no vacilará en sumergirla en la sangre del prójimo por la maledicencia y la calumnia. Otro creerá que es devoto porque reza una gran cantidad de oraciones todos los días, aunque después se desate su lengua en palabras insolentes, arrogantes e injuriosas contra sus familiares y vecinos. Otro sacará con gran presteza la limosna de su bolsa para darla a los pobres, pero no sabrá sacar dulzura de su corazón para perdonar a sus enemigos. Otro perdonará a sus enemigos, pero no pagará sus deudas, si no le obliga a ello, a viva fuerza, la justicia. Todos estos son tenidos vulgarmente por devotos y, no obstante, no lo son en manera alguna. Las gentes de Saúl buscaban a David en su casa; Micol metió una estatua en la cama, cubrióla con las vestiduras de David y les hizo creer que era el mismo David que yacía enfermo. Así muchas personas se cubren con ciertas acciones exteriores propias de la devoción, y el mundo cree que son devotas y espirituales de verdad, pero, en realidad, no son más que estatuas y apariencias de devoción.

La viva y verdadera devoción, ¡oh Filotea!, presupone el amor de Dios; mas no un amor cualquiera, porque, cuando el amor divino embellece a nuestras almas, se llama gracia, la cual nos hace agradables a su divina Majestad; cuando nos da fuerza para obrar bien, se llama caridad; pero, cuando llega a un tal grado de perfección, que no sólo nos hace obrar bien, sino además, con cuidado, frecuencia y prontitud, entonces se llama devoción. Las avestruces nunca vuelan; las gallinas vuelan, pero raras veces, despacio, muy bajo y con pesadez; mas las águilas, las palomas y las golondrinas vuelan con frecuencia veloces y muy altas. De la misma manera, los pecadores no vuelan hacia Dios por las buenas acciones, pero son terrenos y rastreros; las personas buenas, pero que todavía no han alcanzado la devoción, vuelan hacia Dios por las buenas oraciones, pero poco, lenta y pesadamente; las personas devotas vuelan hacia Dios, con frecuencia con prontitud y por las alturas. En una palabra, la devoción no es más que una agilidad y una viveza espiritual, por cuyo medio la caridad hace sus obras en nosotros, o nosotros por ella, pronta y afectuosamente, y, así como corresponde a la caridad el hacernos cumplir general y universalmente todos los mandamientos de Dios, corresponde también a la devoción hacer que los cumplamos con ánimo pronto y resuelto. Por esta causa, el que no guarda todos los mandamientos de Dios, no puede ser tenido por bueno ni devoto, porque, para ser bueno es menester tener caridad y, para ser devoto, además de la caridad se requiere una gran diligencia y presteza en los actos de esta virtud.

Y, puesto que la devoción consiste en cierto grado de excelente caridad, no sólo nos hace prontos, activos y diligentes, en la observancia de todos los mandamientos de Dios, sino además, nos incita a hacer con prontitud y afecto, el mayor número de obras buenas que podemos, aun aquellas que no están en manera alguna mandadas, sino tan sólo aconsejadas o inspiradas. Porque, así como un hombre que está convaleciente anda tan sólo el camino que le es necesario, pero lenta y pesadamente, de la misma manera, el pecador recién curado de sus iniquidades, anda* lo que Dios manda, pero despacio y con fatiga, hasta que alcanza la devoción, ya que entonces, como un hombre lleno de salud, no sólo anda sino que corre y salta «por los caminos de los mandamientos de Dios», y, además, pasa y corre por las sendas de los consejos y de las celestiales inspiraciones. Finalmente, la caridad y la devoción sólo se diferencian entre sí como la llama y el fuego; pues siendo la caridad un fuego espiritual, cuando está bien encendida se llama devoción, de manera que la devoción nada añade al fuego de la caridad, fuera de la llama que hace a la caridad pronta, activa y diligente no sólo en la observancia de los mandamientos de Dios, sino también en la práctica de los consejos y de las inspiraciones celestiales.  


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