Jesús es un Dios de misericordia; pero también un Dios de justicia. Jesús pasa por los templos, por las ciudades recogiendo frutos, vigilando y cuidando que todo lo que es de Su Padre este bien, lamentablemente no fue así, lo que se encontró fue personas haciendo del templo de Dios, un lugar de paganos, una cueva de ladrones. ¿Acaso no es esto lo que pasa hoy en día en el mundo? Nosotros somos templo del Espíritu Santo, templo de Dios; ¿qué estamos haciendo con su creación? Si Jesús viniera hoy a recoger frutos, nos encontraría de igual manera desperdiciando la vida que nos ha regalado, un mundo lleno de pecado y sin amor en el cual a medida que pasa el tiempo las almas se condenan. Un mundo que lo único que se preocupa es por eliminar a un Dios que le dio la vida, así como los escribas y los sumos sacerdotes buscaban formas para matarlo.
Pero Jesús aún en aquellos momentos nos invita a participar en su fe la que mueve montañas, la que hace cosas imposibles. El nos asegura que si pedimos algo como si ya lo tuviéramos lo conseguiremos sin duda. La única condición que nos pide es que perdonemos al prójimo y así el Padre que está en el cielo nos perdonara no mucho si no TODO. ¿Estamos cumpliendo con la misión que Dios nos encomendó? Por sus frutos los conoceréis, dice el Señor. Hay que vivir para servir imitando las virtudes de nuestra Madre del Cielo, solo así le agradaremos a Dios. Vivir en total entrega, vivir en la consagración, solo de esta manera lograremos alcanzar la santidad a la que hemos sido llamados.
Santísima Virgen María, Tú que alcanzaste la gracia de Dios y la fe para decirle sí al Señor, permítenos participar de esa misma fe que compartiste con Tú hijo para así poder ayudarlos a salvar tantas almas que se están perdiendo en el mundo y que necesitan del Amor de Dios.
Ser santos, o morir en el intento.
¡Porque no hay nadie como Dios!
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