Mientras Jesús les estaba diciendo estas cosas, se presentó un alto jefe y, postrándose ante él, le dijo: "Señor, mi hija acaba de morir, pero ven a imponerle tu mano y vivirá".
Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos.
Entonces se le acercó por detrás una mujer que padecía de hemorragias desde hacía doce años, y le tocó los flecos de su manto,
pensando: "Con sólo tocar su manto, quedaré curada".
Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: "Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado". Y desde ese instante la mujer quedó curada.
Al llegar a la casa del jefe, Jesús vio a los que tocaban música fúnebre y a la gente que gritaba, y dijo:
"Retírense, la niña no está muerta, sino que duerme". Y se reían de él.
Cuando hicieron salir a la gente, él entró, la tomó de la mano, y ella se levantó.
Y esta noticia se divulgó por aquella región.
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Jesús tomó de la mano a la niña que estaba muerta y la revivió y la levantó. ¿Quién no se levantaría de la muerte si la misma vida lo tomara de la mano? Ante el nombre de Jesús toda rodilla se dobla, y la muerte misma retrocede, porque Jesús es la vida misma.
La muerte ya no tiene poder sobre los hijos de Dios, porque fue vencida por la misma Vida.
Jesús nos toma de la mano, en silencio y nos levanta de nuestras propias miserias, de nuestros pecados y de nuestra vida mundana. Jesús nos toma de la mano como un enamorado y nos devuelve la vida auténtica, aquella que sólo se encuentra en su Costado traspasado por amor. Porque la verdadera vida es aquella que brota del Corazón de Cristo y que renueva y limpia y resucita. Nuestro verdadero hogar es el Costado de Cristo. Nuestra verdadera casa es la herida de su costado.
Todo por la Inmaculada, nada sin Ella.
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