11 abril, 2011

La mujer adúltera y la hipocresía de sus acusadores.


MARÍA VALTORTA, EL EVANGELIO COMO ME FUE REVELADO, TERCER AÑO DE LA VIDA PUBLICA DE JESUS N. 494


-¿Dónde están, mujer, los que te acusaban? Jesús habla en tono bajo, con seriedad compasiva; tiene el rostro y el cuerpo levemente inclinados hacia el suelo, hacia esa miseria. Una expresión indulgente y sanadora llena su mirada.
-¿Ninguno te ha condenado?
La mujer, entre un sollozo y otro, responde:
-Ninguno, Maestro.
-Y tampoco Yo te condenaré. Ve. Y no peques más. Ve a tu casa. Y gánate el perdón. El de Dios y el del ofendido. No abuses de la benignidad del Señor. Ve.
Y la ayuda a levantarse tomándola de una mano. Pero no la bendice ni le da la paz. La mira mientras se pone en camino, cabizbaja, levemente tambaleante bajo el peso de su vergüenza; y luego, cuando ya no se la ve, se pone a su vez en camino con sus discípulos.

Dice Jesús:
-Lo que me hería era la falta de caridad y de sinceridad en los acusadores. No que acusaran con falsedad. La mujer era realmente culpable. Pero eran insinceros al escandalizarse de algo que ellos habían cometido mil veces y que sólo una mayor astucia y una mayor suerte habían permitido que quedase oculto. La mujer, en su primer pecado, había sido menos astuta y había tenido menos suerte. Pero ninguno de sus acusadores y acusadoras -porque también las mujeres la acusaban en el fondo del corazón, aunque no alzaran su palabra- estaba libre de culpa.

Adúltero es el que pasa al acto y el que a él se inclina y lo desea con todas sus fuerzas. La lujuria está tanto en quien peca como en quien desea pecar. Recuerda, María, la primera palabra de tu Maestro, cuando te llamé desde el borde del precipicio en que estabas: "No basta no hacer el mal, también hay que no desear hacerlo". El que acaricia pensamientos de sensualidad y suscita con lecturas y espectáculos buscados de propósito y con hábitos malsanos sensaciones de la carne es tan impuro como el que comete materialmente la culpa. Digo incluso: es mayormente culpable. Porque va con el pensamiento contra la naturaleza, además de contra la moral. Y no hablo siquiera de aquel que pasa a verdaderos actos contrarios a la naturaleza. El único atenuante de éste es una enfermedad orgánica o psíquica.

El que no tiene este atenuante es diez veces inferior al animal más sucio.
Para condenar con justicia se requeriría la ausencia de toda culpa. Os remito a dictados anteriores, cuando hablo de las condiciones esenciales para ser juez. No me eran desconocidos los corazones de aquellos fariseos y de aquellos escribas; ni los de los que se habían unido a ellos en el ataque contra la culpable. Pecadores contra Dios y contra el prójimo, había en ellos culpas contra el culto, culpas contra los padres, culpas contra el prójimo, culpas, especialmente numerosas, contra sus esposas.

Si, por un milagro, hubiera ordenado a su sangre escribir en su frente su pecado, entre las muchas acusaciones habría imperado la de "adúlteros" de hecho o de deseo.

Yo dije: "Lo que contamina al hombre es lo que viene del corazón". Y, aparte de mi corazón, no había ninguno entre los jueces que tuviera el corazón incontaminado. Sin sinceridad ni caridad. Ni siquiera el hecho de ser semejantes a ella en el hambre concupiscente los inducía a la caridad. Yo era el que tenía caridad con la humillada. Yo, el único que habría debido sentir asco. Pero, recordad esto: que cuanto más bueno es uno, más compasivo es para con los culpables. No es indulgente con la culpa en sí misma. Eso no. Pero se compadece de los débiles que a la culpa no han sabido resistir.

¡El hombre! ¡Oh!, fácil de ser plegado -más que una frágil caña y que un delgado convólvulo- por la tentación y ser movido a abrazarse a aquello en que espera hallar confortación. Porque muchas veces la culpa se produce, especialmente en el sexo más débil, por esta búsqueda de confortación. Por eso Yo digo que el que carece de afecto hacia su mujer, y también hacia la propia hija, es en noventa de cien partes responsable de la culpa de su mujer o de su hija, por quienes responderá. Tanto el afecto estúpido -que es sólo estúpida esclavitud de un hombre para con una mujer o de un padre para con una hija-, como el desatender los afectos -o, peor, una culpa de propia libídine que lleva a un marido a otros amores y a unos padres a otros cuidados que no son los hijos- son fómite para adulterio y prostitución. Y, como tales, Yo los condeno.

Sois seres dotados de razón y guiados por una ley divina y por una ley moral. Rebajarse, por tanto, a una conducta de salvajes o de animales debería causar horror a vuestra gran soberbia. Pero la soberbia, que, en este caso, sería incluso útil, vosotros la tenéis para cosas muy distintas.

Miré a Pedro y a Juan de forma distinta, porque al primero, hombre, quise decirle: "Pedro, no carezcas tú también de caridad y de sinceridad", y decirle también, como a futuro Pontífice mío: "Recuerda esta hora y juzga, en el futuro, como tu Maestro"; mientras que al segundo, joven de alma de niño, quise decirle: "Tú puedes juzgar y no juzgas, porque tienes mi mismo corazón. Gracias, amado, porque eres tan mío que eres un segundo Yo".

Alejé a los dos antes de llamar a la mujer para no aumentar su mortificación con la presencia de dos testigos. Aprended, hombres sin piedad. Aunque uno sea culpable, ha de ser tratado con respeto y caridad. No alegrarse de su aniquilamiento. No ensañarse contra él, ni siquiera con miradas curiosas. ¡Piedad, piedad para el que cae!

A la culpable le indico el camino que debe seguir para redimirse. Volver a su casa, humildemente pedir perdón y obtenerlo con una vida recta, no volver a ceder a la carne, no abusar de la bondad divina y de la bondad humana, para no pagar más duramente que entonces la dúplice o múltiple culpa. Dios perdona, y perdona porque es la Bondad. Pero el hombre, a pesar de haber dicho Yo: "Perdona a tu hermano setenta veces siete", no sabe perdonar dos veces.

No le di paz y bendición porque no había en ella aquella completa separación de su pecado, y ello se requiere para ser perdonados. En su carne, y, por desgracia, en su corazón, no había náusea por el pecado. María de Magdala, saboreado mi Verbo, había sentido repulsa por el pecado y había venido a mí con la voluntad total de ser otra. En ésta había todavía vacilación entre las voces de la carne y las del espíritu. Y, además, en la turbación del momento, no había podido poner todavía la seguir contra el tronco de la carne y cortarlo para ir, mutilado su peso de avidez, al Reino de Dios; mutilado lo que significaba destrucción, pero crecido en ella lo que significaba salvación

¿Quieres saber si luego se salvó? No para todos fui Salvador. Para todos lo quise ser, pero no lo fui, porque no todos tuvieron la voluntad de ser salvados. Y éste fue uno de los más penetrantes dardos de mi agonía del Getsemaní.
Ve en paz tú, María de María, y no quieras ya pecar ni siquiera en las cosas insignificantes. Bajo el manto de María está sólo lo puro; recuérdalo.

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