Jesucristo dice: “Si el grano de trigo no muere, no dará fruto”. El grano que quiera seguir como grano, que le tenga miedo a la humedad, que no esté dispuesto a desaparecer como grano, ¿cómo ha de dar fruto? Si el grano muere, nacerá una nueva planta. Pero es necesario dejar de ser grano para dar todo ese fruto.
Así, Jesucristo habría de morir para darnos un gran fruto: la salvación de nuestras almas, el perdón de los pecados, la apertura nuevamente del Cielo para nosotros, la vida eterna, la gracia santificante, recobrar nuevamente la amistad con Dios. Todo ello es parte del fruto que Jesucristo dio al morir como grano de trigo en la cruz.
Luego, inmediatamente, el mismo Jesús dice: “El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”.
Estas palabras son muy importantes para un cristiano, para un verdadero seguidor de Jesucristo, para todos aquellos que quieren imitarle en sus vidas. Él nos dice que las personas que son egoístas, que piensan en su comodidad, en su bienestar, en su placer, olvidándose de los demás no obtendrán la vida eterna. Si pasarán esta vida con placer, con comodidad, cumpliéndose todos sus caprichos, pero perderán los más importante, la vida eterna. Aquél que busca lo mejor para sí mismo, que no le importa dañar a los demás, u ofenderlos, o maltratarlos con tal de lograr sus placeres no vivirá con el Señor la vida eterna. Cambia el placer que se va pronto, que dura “nada”, por toda la vida eterna.
Por el contrario, quien no se interesa por los placeres, por las comodidades, por cumplir sus caprichos y egoísmos, quien piensa en los demás, se entrega por ellos y los ama, ese alcanzará lo más importante, lo que nunca ha de acabarse: la vida eterna.
Y Jesucristo que nos dice esas palabras, es el primero en darnos el ejemplo: pues Él ha de ofrecer su vida, ha de perderla, ha de morir, para darnos la vida eterna, para perdonarnos los pecados, para darnos la salvación. “El que se aborrece a sí mismo”. Nuestro Señor, un verdadero ejemplo de amor por nosotros. No le importó morir, ni sufrir tanto, ni ser despreciado, abofeteado, escupido, azotado, ridiculizado, golpeado, coronado de espinas, despreciado, crucificado y ajusticiado en la cruz, con tal de buscar nuestro bien. ¡Eso es amor! ¡Eso es amar al prójimo! ¡¡Eso es vivir la ley de Dios: amar a Dios y al prójimo! Por eso nuestro Señor será capaz de decirnos: “Ámense como yo los he amado” ¡Hasta dar la vida por los demás!
Recordemos lo que decían de los primeros cristianos hace ya dos mil años: ¡Miren cómo se aman!”. Los pueblos paganos quedaban maravillados por el amor con que se trataban entre sí los cristianos y el amor con que trataban a todos los demás. El verdadero cristiano ha de ser como Jesucristo: Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. ¿Acaso Jesucristo no hizo eso en la cruz por todos y cada uno de nosotros? Imitémosle.
El auténtico cristiano, el verdadero católico es quien ama al prójimo y no se preocupa de sí mismo. Tengamos cuidado de los placeres, de las comodidades, de los caprichos, de los deseos, pues lo único que hacen es convertirnos en el centro de nuestro amor: nos buscaremos a nosotros mismos.
El mundo pagano se distingue por el egoísmo. El mundo cristiano se ha de distinguir por el amor. ¿Cuál mundo estamos construyendo? ¿Soy pagano o soy cristiano? El mundo pagano termina con la muerte. El mundo cristiano empieza con la vida eterna.
Sabemos que por mucho tiempo que pueda vivir un hombre en la tierra, no será más que una gota en medio de la inmensidad del océano, un punto en medio de la eternidad. ¿No será preferible dejar un poco las comodidades de aquí para entrar en la eternidad por la puerta grande?
¿Cuántas veces pensamos en ella? ¿La tenemos como una realidad? ¿O sólo es algo lejano e imaginario? Los santos mártires, como San Lorenzo, nos ponen ante los ojos el valor de la vida futura. Antes de padecer los sufrimientos a los que le sometieron -ser quemado vivo- reflexionó unos instantes y optó por Cristo a pesar de todo. Porque sabía muy bien qué encontraría después de su muerte.
Así, Jesucristo habría de morir para darnos un gran fruto: la salvación de nuestras almas, el perdón de los pecados, la apertura nuevamente del Cielo para nosotros, la vida eterna, la gracia santificante, recobrar nuevamente la amistad con Dios. Todo ello es parte del fruto que Jesucristo dio al morir como grano de trigo en la cruz.
Luego, inmediatamente, el mismo Jesús dice: “El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”.
Estas palabras son muy importantes para un cristiano, para un verdadero seguidor de Jesucristo, para todos aquellos que quieren imitarle en sus vidas. Él nos dice que las personas que son egoístas, que piensan en su comodidad, en su bienestar, en su placer, olvidándose de los demás no obtendrán la vida eterna. Si pasarán esta vida con placer, con comodidad, cumpliéndose todos sus caprichos, pero perderán los más importante, la vida eterna. Aquél que busca lo mejor para sí mismo, que no le importa dañar a los demás, u ofenderlos, o maltratarlos con tal de lograr sus placeres no vivirá con el Señor la vida eterna. Cambia el placer que se va pronto, que dura “nada”, por toda la vida eterna.
Por el contrario, quien no se interesa por los placeres, por las comodidades, por cumplir sus caprichos y egoísmos, quien piensa en los demás, se entrega por ellos y los ama, ese alcanzará lo más importante, lo que nunca ha de acabarse: la vida eterna.
Y Jesucristo que nos dice esas palabras, es el primero en darnos el ejemplo: pues Él ha de ofrecer su vida, ha de perderla, ha de morir, para darnos la vida eterna, para perdonarnos los pecados, para darnos la salvación. “El que se aborrece a sí mismo”. Nuestro Señor, un verdadero ejemplo de amor por nosotros. No le importó morir, ni sufrir tanto, ni ser despreciado, abofeteado, escupido, azotado, ridiculizado, golpeado, coronado de espinas, despreciado, crucificado y ajusticiado en la cruz, con tal de buscar nuestro bien. ¡Eso es amor! ¡Eso es amar al prójimo! ¡¡Eso es vivir la ley de Dios: amar a Dios y al prójimo! Por eso nuestro Señor será capaz de decirnos: “Ámense como yo los he amado” ¡Hasta dar la vida por los demás!
Recordemos lo que decían de los primeros cristianos hace ya dos mil años: ¡Miren cómo se aman!”. Los pueblos paganos quedaban maravillados por el amor con que se trataban entre sí los cristianos y el amor con que trataban a todos los demás. El verdadero cristiano ha de ser como Jesucristo: Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. ¿Acaso Jesucristo no hizo eso en la cruz por todos y cada uno de nosotros? Imitémosle.
El auténtico cristiano, el verdadero católico es quien ama al prójimo y no se preocupa de sí mismo. Tengamos cuidado de los placeres, de las comodidades, de los caprichos, de los deseos, pues lo único que hacen es convertirnos en el centro de nuestro amor: nos buscaremos a nosotros mismos.
El mundo pagano se distingue por el egoísmo. El mundo cristiano se ha de distinguir por el amor. ¿Cuál mundo estamos construyendo? ¿Soy pagano o soy cristiano? El mundo pagano termina con la muerte. El mundo cristiano empieza con la vida eterna.
Sabemos que por mucho tiempo que pueda vivir un hombre en la tierra, no será más que una gota en medio de la inmensidad del océano, un punto en medio de la eternidad. ¿No será preferible dejar un poco las comodidades de aquí para entrar en la eternidad por la puerta grande?
¿Cuántas veces pensamos en ella? ¿La tenemos como una realidad? ¿O sólo es algo lejano e imaginario? Los santos mártires, como San Lorenzo, nos ponen ante los ojos el valor de la vida futura. Antes de padecer los sufrimientos a los que le sometieron -ser quemado vivo- reflexionó unos instantes y optó por Cristo a pesar de todo. Porque sabía muy bien qué encontraría después de su muerte.
PAZ Y BIEN
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