21 octubre, 2010

Jueves, 21 de octubre de 2010. Lc12,49-53

«He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! »


¿Cuando hay fuego, éste siempre arde? No necesariamente, pues aunque no sé mucho de esto, he visto que cuando se va a prender una fogata y la leña no está en condiciones, como por ejemplo, está mojada, no se prende fácilmente, y también cuesta que se consuma, por lo tanto nosotros también tenemos que tener disposición para ser consumidos por el amor de Dios, que nos purifica y transforma en creaturas nuevas, ¡en sus hijos!. Por eso la expresión del Señor, que desea que hagamos su voluntad, que no temamos a lo que pase exteriormente, porque en sus brazos estamos seguros, porque Él lo sabe y conoce todo, porque nos compró con su Sangre, porque en su tiempo dispone cada cosa para nosotros.


Dice Jesús: « ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división»… con ésta afirmación nos confirma que no podemos ser mediocres, que un cristiano no es mediocre, pues no debemos seguir la filosofía ying yang, no podemos poner en unidad el pecado y la gracia, debemos rechazar, hacer violencia y división al pecado y a la maldad.


Amado Jesús, te imploro la compañía de la Virgen María, de San José y de toda la corte de santos y ángeles para que triunfe tu corazón y el Corazón de María, en mi alma y en todo el mundo. Amén.


San Ambrosio. En sentido místico, esta casa es el hombre. Leemos con frecuencia que el cuerpo y el alma son dos. Ahora, si están conformes los dos constituyen uno solo: uno que sirve al otro que manda. Las afecciones del alma son tres: una razonable, otra concupiscible y la tercera irascible. Por lo tanto, dos se dividen contra tres y tres contra dos. Porque después de la venida de Jesucristo, el hombre que era irracional se hizo racional. Eramos carnales y terrenos, mandó el Señor su espíritu a nuestros corazones (Ga 4) y nos hicimos sus hijos espirituales. También podemos decir que en esta casa hay otros cinco, esto es: el olor, el tacto, el gusto, la vista y el oído. Por tanto, si según lo que oímos o leemos por el oído y la vista, rechazamos las voluptuosidades superfluas del cuerpo que se perciben por el gusto, el tacto y el olor, dividimos dos contra tres; porque el alma no cede a los halagos del vicio. Por el contrario, si admitimos los cinco sentidos corporales, los vicios del cuerpo y los pecados se dividen. Pueden también verse separadas la carne y el alma por el olor, el tacto y el gusto de la lujuria. Porque la razón, como más viril, se inclina a los afectos nobles, mientras que la carne trata de ablandar a la razón. Tal es el origen de las diversas pasiones voluptuosas. Pero cuando el alma vuelve sobre sí, reniega de estos herederos degenerados, la carne se duele ciertamente de estar unida a sus pasiones que ella misma engendró y que son como los zarzales del mundo y la voluptuosidad, como nuera, digámoslo así, del cuerpo y del alma, desposa estos movimientos de las malas pasiones. Todo el tiempo que en una casa existe la armonía indivisible por la mancomunidad de los vicios, no se ve, pues, ninguna división en ella. Pero cuando Jesucristo envió a la tierra el fuego que consume los delitos del corazón, o la espada con que penetra sus secretos, entonces el cuerpo y el alma, renovados por los misterios de la regeneración, rompieron su unión con su descendencia. Y por esto, los padres se separan de los hijos cuando el intemperante renuncia a la intemperancia y el alma rechaza el consorcio con la culpa. Los hijos se insurreccionan también contra los padres cuando, renovados los hombres, abandonan sus antiguos vicios y la voluptuosidad rechaza la norma de la piedad, como el adolescente rehúye la disciplina de una casa seria.

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