18 agosto, 2010

Miércoles 18 de agosto de 2010. M 20, 1

Esta parábola nos enseña dos de los atributos de Dios: la justicia y la misericordia.

El mayordomo contrató a los trabajadores por un denario. Al final del día les pagó lo que habían acordado: un denario. Dios es justo porque da a cada uno lo que se merece. Pero también es misericordioso porque contrató con creces a aquellos hombres que trabajaron al final de la jornada. Al final de cuentas dio lo mismo a todos porque él puede usar sus bienes como quiera.

Dios no mira la duración del esfuerzo sino la intención del corazón. Por esta razón da lo mismo al de la mañana que al de la tarde. Pero, ¿por qué el de la mañana se siente mal? ¿No es lo mismo que en el caso del hermano del hijo pródigo? ¿Por qué el Señor siempre alerta acerca de la inconformidad del que trabajó desde la mañana?

La actitud del humilde es diferente porque no le interesa compararse con nadie. María, la prostituta, sólo se preocupó por alcanzar el perdón de sus faltas. María, la que enjugó los pies de Jesús hizo lo mismo. María la madre de Dios no se comparó con nadie, antes bien, proclamó la grandeza del Señor con su cantico hecho carne.

Madre Santísima, que yo pueda mirar sólo a Jesús, que mi única luz sea el Señor y que no ande yo por ahí sintiéndome mal porque otros alcanzan mayores gracias que yo. Madre, que todos sean más santos que yo con tal de que yo sea todo lo santo que pueda.

Todo por la Inmaculada, nada sin Ella.

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